Montero Glez da la impresión de ser un personaje particular, al igual que sus novelas. Me gusta su estilo literario. Me gustan sus formas y sus fondos expresados en público, que es de lo que puedo hablar. En ocasiones podría parecer que se ha construido un personaje a su medida: maldito, conocedor de los bajos fondos, con una lengua afilada para degollar a sus impostados contrincantes y con el olor a ‘lumpen’ que solo otorgan las más distinguidas tabernas y lugares de ‘mal vivir’.
Pero todo esto me da igual. Podría afirmar y afirmo que creo en Montero Glez porque he disfrutado de sus novelas, porque me he dejado llevar por su literatura canalla.
Dejando a parte las profesiones de fe, de este autor se puede decir que desarrolla historias de una manera cruda, sincera, rascando en partes incómodas de la sociedad. Es duro y cercano en sus exposiciones. Es un orfebre que moldea retratos a ‘chaira’.
Pistola y Cuchillo es su última novela y José Monge Cruz, Camarón, su protagonista, días antes de su muerte. Este relato de ficción con hondas raíces biográficas, poco tópicas, recorre la figura del cantaor gaditano, llena de sueños y verdades. El arte flamenco, con sus figuras y sus pesares, inunda cada página de un libro atípico, que nos sienta en una de las mesas de la Venta de Vargas para degustar el cante, un whisky o una tortilla de camarones.
Esta obra tal vez sea un libro más ‘moderado’, si este adjetivo vale para calificar de un modo positivo, que los anteriores: Pólvora Negra o Manteca Colorá. En estos, la hoja afilada de la descripción y el tratamiento de los personajes y de los temas se construyen ‘a sangre’. Pero tanto uno como los otros han sido paridos por la pluma que los empuña y cada texto, con sus particularidades, pertenecen al estilo singular y pendenciero del que han calificado como ‘el navajero de la literatura’.
A.P.P.
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